En la Iglesia

- Padre, he de confesarme porque he cometido el peor de todos los pecados.
Dijo el hombre pálido y tembloroso.

- Cuéntame hijo mío. ¿Qué es lo que ha pasado?
El padre Augusto notaba la respiración nerviosa del pobre hombre.

- No lo hice queriendo... Pensé que no podía parar... No quería... No paraba de decirle que se callara y que me dejase en paz. ¡Me obligó a hacerlo!

- Tranquilízate y cuéntame que ha sido eso tan malo que has hecho.

- He... matado... a mi... mujer y a mis... hijos...

- ¡Por Dios santo! ¡¿Pero cómo has podido hacer una cosa semejante?!

- Él me dijo que lo hiciera... Y, al ser todopoderoso, pues pensé que había que hacerle caso. Porque siempre tiene razón en todo. Es el más grande de todos. Y yo lo venero.

- Dios nunca jamás ordenaría eso... Y menos sin motivo alguno.

- ¿Quién hablaba de Dios, padre? Yo hablo de Lucifer. El portador de la luz, como su propio nombre indica. El más grande de todos. El ángel negro. Me dijo que debía hacerlo porque para descender a su reino, debía hacer un pacto sangriento y sacrificar a mi familia.

- ¿PERO COMO HAS PODIDO HACER ESO?

- Hombre, muy fácil. Él me lo ordenó y yo, como buen creyente, cumplí sus ordenes. Ahora que lo pienso, me siento más en paz sin mi familia. Estaba harto de tantos gritos absurdos, de tantos llantos incontrolados... Me siento... bien. Y todo gracias a mi señor. Él si que es Dios.

- ¡No te atrevas a seguir hablando, pecador! Y mucho menos con esas blasfemias. Solo existe un dios. Y es nuestro señor todopoderoso y omnipresente. ¡Lárgate de aquí! ¡FUERA!
El padre Augusto estalló de ira. De sus ojos saltaban chispas de pura rabia. El hombre misterioso salió del confesionario un poco confuso. Pero sonreía de oreja a oreja. De repente, se le vislumbró un reflejo rojizo en sus ojos.
El padre Augusto salió lo más rápido que pudo del confesionario para enfrentarse cara a cara con el hombre misterioso.

- Padre, tenga cuidado. Lucifer vendrá a buscarle pronto. Debería de pedir clemencia y rendirse ante él. Así, al menos, no sufrirá mucho en su castigo como pecador. Vigile cada espejo, porque por ahí vendrá a por usted. No sea estúpido y, si quiere sufrir lo menos posible, vendase. Vendrá a por usted, y él nunca rompe una promesa. Al igual que yo. Él es el camino, no ese "Dios".
Dicho esto, el hombre misterioso salió a paso lento de aquella iglesia.

Pasaron los días, y el padre Augusto no se atrevía a mirarse en ningún espejo. Ni siquiera en cualquier cosa u objeto que aportase algún tipo de reflejo. Había tapado con trapos y cortinas todos los espejos de la iglesia, hasta los de su despacho. Estaba muerto de miedo. Aquel hombre consiguió ponerle los pelos de punta con cada palabra que pronunciaba.

Pasaron días, semanas, meses... Hasta que el padre Augusto decidió que no podía seguir así. Si de verdad iba a enfrentarse con el demonio, su fe en Dios le serviría de escudo y saldría victorioso.

Así pues, se dispuso a destapar el espejo de su despacho. Respiró hondo antes de asomarse, contó hasta tres: 1, 2, 3... Nada. No vio absolutamente nada. Respiró tranquilo, e incluso sonrió. Un leve reflejo rojizo se ciñó en el marco del espejó. El padre Augusto se atragantó con su propia saliva. Se echó para atrás.

A sus espaldas, empezó a dibujarse la silueta de una figura alada. Sus piernas se difuminaban con el entorno. Su piel era de un rojo intenso, al igual que sus ojos. Poseía dos grandes alas de murciélago, colgando majestuosamente de su espalda. No se le distinguía nada más.

El padre Augusto empezó a temblar de forma incontrolada. No paraba de rezar. Cerró los ojos, por miedo a su destino. Empezó a llorar y a sudar sangre. Sintió una mano ardiente apretándole el hombro derecho, creándole una quemadura en las ropas de la sotana y en su piel. El diablo le dio la vuelta bruscamente. Se acercó a su oído y le dijo: "Vengo a por ti, padre."

Dicho esto, le posó la mano que le quedaba libre en el pecho y con un leve, pero rápido, movimiento, le atravesó el pecho, arrancándole el corazón. El padre Augusto cayó de espaldas con los ojos aún abierto y con la cara cubierta de sangre. El demonio cumplió su promesa, al igual que el hombre misterioso.

Tened cuidado cada vez que os miréis en el espejo. Puede que un día el diablo venga a buscaros.

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